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El tren salía a las 6:50 de la mañana. Sobre las ocho ya estaríamos en València. Ante la espera, mi colega y yo nos sentamos a esperar que se hiciera la hora. A los pocos minutos escuché como una voz rasgada salía de la boca de un hombre alto con camisa blanca que se sentaba a dos asientos de mí.
–¿Este tren va a Alicante?– preguntó
–No, para en la estación del Norte de València y de ahí tendrás que coger otro para poder ir a Alicante –respondí.
El hombre de complexión delgada y ancho de espaldas resultó ser Juanma. Al rato me pidió dinero para el billete. Esto debe ser la típica triquiñuela de yonqui para conseguir droga, pensé. Lo cierto es que no me equivocaba. Él mismo me confesó que venía de estar internado en un centro de reinserción social porque había tenido problemas con las drogas.
–Soy consumidor –esgrimió sin miramiento.
–¿Qué consumes? –pregunté.
–Coca –contestó.
Su sinceridad me produjo ternura y asombro. Normalmente nadie había utilizado la táctica de "necesito dinero para el tren" y a continuación me había reconocido abiertamente su problema con la drogas.
Juanma se sentía avergonzado de las pintas que llevaba. Unas Salomon de montaña que estaban bastante nuevas era lo más elegante de su atuendo. Vestía un pantalón largo azul de trabajo con bolsillos a los lados. En uno de los momentos de nuestra conversación llegó a levantarse y enseñarme todas las manchas que llevaba en la camiseta. Su aspecto de kinki acababa con un tatuaje en el cuello. Era un ojo de Ra, el dios egipcio.
Juanma me contó que había estado 4 años y medio en la cárcel. Sus ojos se vestían de gris cuando recordaba su falta de libertad. La condena fue por posesión. En sus tiempos de camello, cuenta que le pasaba hasta a policías. Y a pesar de haber sido trapicheante, está en contra de la legalización total. «Si fuera legal no se ganaría dinero», me dice. Me explica que conoce de buena tinta como los maderos introducían la droga en los barrios obreros tras el franquismo y cómo eso derivó poco a poco en una depresión. Sus tiempos como traficante le habían llevado por Argentina e incluso República Dominicana. En aquellos tiempos había vivido de Okupa en Barcelona y Bilbao y le gustaba ir a conciertos de la Polla Récords, Ska-P y más grupos de punk i heavy.
Su camino entre sustancias y la marginación comenzó en la Ruta del Bacalao. Sus primos y tíos mayores iban a las discotecas y hacer parquineo y luego alguna rave caía. Comenzó a consumir con 14 años, desde entonces ha reducido la variedad. Ya no toma speed, cristal y tripis, ni se mete heroína ni metadona, pero la coca le puede. Jugó a balonmano en su adolescencia, pero su entrenador le hizo elegir entre las drogas o el equipo. El equipo lo perdió y su metro noventa fue echado a perder para la práctica deportiva.
–¿Juanma, de haber podido estudiar, qué habrías hecho? –pregunté.
–Química –respondió entre risas.
A medida que avanza la conversación Juanma coge confianza. En una de estas se coge el bolsillo y me desvela que lleva un gramo en el bolsillo derecho del pantalón. A la altura de Puçol se va al baño y tarda cerca de 5 minutos. Por prudencia no le pregunto qué ha ido a hacer. Ahora tenía 43 años y no contaba con muchas expectativas de futuro. Le gustaría ser integrador social, pero no como esos psicólogos del centro que le dicen lo que tiene que hacer «sin haberse metido en su vida», como él dice. Cuando estaba en prisión le llevaron a dar charlas a institutos para concienciar sobre las adicciones. Le resultó gratificante, pero él no lo ve como un trabajo. No encuentra trabajo en la obra, ni de camarero, que son sus únicas opciones.
–¿Qué harás a partir de ahora? –le cuestioné.
–Traficar, no me queda otra –sentenció.